Los cónyuges pasan de una etapa a otra. Desde que son recién casados, van aprendiendo que ahora dejaron de ser dos para convertirse en uno y en comunión con Dios, caminando con la llegada de los hijos y su educación, tiempo durante la cual, la nueva familia estará expuesta a hermosos momentos, pero también situaciones difíciles. Con la madurez y la independencia de los hijos, quienes poco a poco van dejando la familia de origen para formar una nueva familia, los esposos deben seguir redescubriendo mil y una forma de amarse y amar al otro. Como decimos en nuestros votos matrimoniales, en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, un matrimonio con bases sólidas, estará preparado para poder afrontar cada una de las circunstancias de la vida, incluso el momento en el que uno de los dos debe partir primero, al encuentro del Señor.
El Papa Francisco, en su Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia indica: “El camino implica pasar por distintas etapas que convocan a donarse con generosidad: del impacto inicial, caracterizado por una atracción marcadamente sensible, se pasa a la necesidad del otro percibido como parte de la propia vida. De allí se pasa al gusto de la pertenencia mutua, luego a la comprensión de la vida entera como un proyecto de los dos, a la capacidad de poner la felicidad del otro por encima de las propias necesidades, y al gozo de ver el propio matrimonio como un bien para la sociedad. La maduración del amor implica también aprender a «negociar». No es una actitud interesada o un juego de tipo comercial, sino en definitiva un ejercicio del amor mutuo, porque esta negociación es un entrelazado de recíprocas ofrendas y renuncias para el bien de la familia. En cada nueva etapa de la vida matrimonial hay que sentarse a volver a negociar los acuerdos, de manera que no haya ganadores y perdedores, sino que los dos ganen. En el hogar las decisiones no se toman unilateralmente, y los dos comparten la responsabilidad por la familia, pero cada hogar es único y cada síntesis matrimonial es diferente” (Amoris Laetitia, 220).
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